De cuando odié mi cuerpo

Cuántas veces me he mirado en el espejo y me he echado a llorar del asco que me producía mi cuerpo. Cuántas veces que me he visto reflejada sin querer y he tenido que apartar la mirada de la incomodidad que sentía. La de horas que he gastado repasando mi cuerpo en busca de marcas, estrías, piel de naranja o celulitis. Y que drama cuando las encontraba.

Ha habido días en que todas estas imperfecciones eran demasiado y he llegado odiar, con todas las letras, a mi cuerpo. Hasta el punto de querer cambiarlo, siguiendo miles de consejos y dietas milagrosas, que supuestamente me permitirían conseguir ese cuerpo ideal que tanto deseaba, pero que lo único que lograron fue dañarlo, y por consiguiente a mi.

Ya no recuerdo las veces que, yendo de compras, me he sentido frustrada y enfadada conmigo misma porque no había conseguido entrar en esos pantalones de la talla X. “¡Pero si hace un año sí entraba! ¿Cómo es posible? ¿Tanto he engordado?”. Ni tampoco me acuerdo de las veces que he renunciado a ponerme ropa demasiado ajustada porque marcaba esa parte de mi cuerpo que tanto me acompleja. Cuántos “aquí no tenemos tu talla” o “te sentaría mejor un color más oscuro”. Demasiadas miradas de dependientes/as que juzgaban mis kilos como si fueran principios morales.

¿Cuántas veces me habré comparado con amigas o conocidas que yo consideraba físicamente ‘perfectas’? ¿Y cuantas me he flagelado por no ser como ellas? Más delgada, más alta, más guapa, más tonificada, más todo. Cuántas veces me he sentido tan distinta, tan torpe, tan grande. Lo peor era cuando llegaban las fotos de grupo donde la comparación era tan visual y evidente que hasta daba miedo. “Su pierna es del tamaño de mi brazo”, “debería haberme puesto de perfil”, “el biquini me marca demasiado los michelines”.

Y luego estaba la opinión de los demás. La maldita y compasiva opinión de los demás. “Que tonta eres”, “No estás tan mal”, “Las hay que están peor”, “no eres gorda, eres ancha”, “con un poco de dieta, ya verás cómo te ves distinta”, y así infinitamente, mientras posiblemente pensaban que si estaba así, es porque no me había cuidado, que era culpa mía. Que poco me quiero que no tengo cuidado con lo que como. Qué ironía, diría mejor yo.

Pero hace algún tiempo algo ha cambiado. He empezado a arriesgarme y a vestirme con ropa fuera de mi zona de confort, a marcar esas partes que tan poco me gustan y aceptarlas como mías. Bailo sin pensar en cómo me verán los otros desde fuera. Me visto con aquello que me gusta y no con lo que se supone que una chica de mi talla debe llevar. En las fotografías veo a una chica soñadora, de pelo ondulado y mirada cálida, que tiene un estilo particular y que no cumple ningún canon de belleza. Pero que es feliz consigo misma, tal y como es. Y sí, hay días en que el mundo se me viene encima y vuelvo a ser la chica insegura y acomplejada que he sido durante demasiado tiempo, y miro operaciones biquini o meto barriga para salir mejor en las fotos.

Y eso está bien, no hay prisas. El amor por una misma no aparece de golpe, no existen los flechazos, sino que es algo que se va forjando lentamente y con mucho tiempo. Hasta que un día, sin darte cuenta te habrás enamorado de ti, de tu precioso e imperfecto cuerpo, y ser ‘gorda’ no será insulto. Porque nunca lo fue. Y esa será la mayor victoria de todas.

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